Son los lugares los que siempre nos nombran.
Espacios sin maquillar
donde vive el deseo y muere la nada,
imanes resplandecientes,
ajenos como ruedas de infinito
en el surco de la luz,
próximos sus párpados
al tamiz de la locura.
A qué hora,
en qué calle,
en cuál reloj dormido
la costumbre se alza
y elige los cálices del asombro,
el rebumbio exacto de la química.
Aquella estatua guardaba mil rostros ausentes,
te amé en un cine de viernes
con el hambre de la derrota
y un rumor de mar en las esquinas.
Cada farol volvía del sueño,
gorriones de un azul cósmico
poblaban los escaparates nocturnos,
el eterno caparazón de la lluvia.
El primer beso es de aire,
el segundo se pega a los labios
y no ansía el devenir.
Hay un futuro de carreteras al sol,
ciudades bajo la niebla,
ríos recién nacidos en la pasión de los cuerpos.
Verte en la carne perfecta del tránsito,
el baño humedecido,
la toalla blanca en el sedal de tu cintura,
los pechos altos como amazona
que reivindica una doblez
o un cántico.
Fotografías invernales,
hartas de una luz que se desdice,
extraños gestos que ya son memoria,
un diminuto alfil que coso a tu liga
como espada de amor y lujuria.
Tú y yo cabemos en la cenefa roja de la ilusión,
una lágrima puede ser, también, un jardín de flores y color,
en el agua y en su centro insondable
está nuestra historia;
un brillo es tu mástil,
un fanal que guía mis impulsos de vida
hasta la consunción o hasta el poema
que deje huella prístina de tu etéreo paso.
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