Siempre pensé que era otro. El que casi murió de niño,
el joven-demasiado joven-que descubrió el amor,
aquel que creía ser un hombre esbelto y pulcro,
un racimo de abrazos en el aire inocuo. Era yo
la sombra poderosa que pisa el tiempo y no huye.
Y vivía en los espejos como un duende grácil;
pronto supe que nadie envejece sin el recuerdo
preciso de sus pasos, crisol de huellas en la piel,
en los omoplatos de este cuerpo que declina
y al fin reclama su verdad caduca.
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