El silencio aún guarda la densidad de tus palabras,
el humo del pensamiento que aventó la noche.
Es la madrugada un niño dormido entre las cosas:
el reloj de pajarita, un retrato sin edad, la mesa
idolatrada por la infancia y su latido breve. Ahora
duermo igual que un candil apagado, la claridad
onírica me posee, me aleja del tacto, corrompe
la materia. Una luz se cuela por los listones del ventanal,
forma un pijama de neón sobre los dibujos del cobertor
y yo persigo el paso de tu ayer en la duda del quicio,
el sonido de tus huellas al alejarse por el eterno
pasillo que nos une. Nada sobrescribe en el cristal
-como un vaho insomne- las frases de amor,
la inseguridad de tu huida en las alas del pájaro
que serás. Es pronto para soñar la vejez,
al mirarme todavía buscas el sexo inocente,
los labios húmedos de la entrega. Tú también
duermes al abrigo de la habitación, en paz,
serena como una diosa de carne, frágil
como un delirio manso y azul.
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