Sin alas,
llegaste aquí sin alas,
con la gloria del humo bajándote los párpados
y el vientre alerta, ejercitándose, averiguando
cual es la luz que no mata,
qué espejo miente,
qué aire es negro,
qué invierno se enciende entre flores de mostaza.
Yo recuerdo aquella noche,
las alcayatas eran un reverso de hojas indescifrables,
tu garganta iba rozando el alba
con la humedad anónima del deseo
(a qué hora llamaron las aves del desierto,
a qué púrpura entregué esta carne que la luna ignora),
como los desesperados así llega la memoria a su lecho,
allí los ojos se hacen piedra,
y en su océano de hiedras enlutadas
arden las estatuas de un tiempo sin melodías,
yo te quise enseñar mis cenizas,
yo fundí la precisión de los trenes,
solo yo medí las ruinas que apuntaban al verde.
De la juventud nacen dudosas arañas,
macilentos ruiseñores de ahogada servidumbre,
pintorescos museos de axilas poderosas,
la juventud es el sueño perfecto de una máquina
que busca entre cebollas
el alma de un río milenario.
Yo recupero el miedo
que es palabra vaciándose en la palabra,
el tacto de un primate en su primigenia luz diurna
y es también la duda metafísica que tiembla en los calcetines
antes del asalto o del regreso.
Por ti violé las agujas de un reloj
y puse labios entre las curvas del sueño,
no fue fácil dormir entre tus venas
porque el amor cose misterios
y añade números de plata
a los teléfonos ciegos
para así doblar las esquinas en marejada.
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