Plantígrada isla de universos invictos, cromosoma azul.
Gen de hojas escarlata, Nautilus de vida que recoge
las llagas de mi paso. Cráteres en el ovillo de la ingle,
labios que retuercen el signo del mañana y el amor
de la matrona y la vigilancia de la ausencia en los dos dedos
próximos del azar que dicen sí a la noche del infante
con sus rodillas turgentes de comunión y blancura.
La trayectoria del águila, miel de cielo, cielo de miel,
dulces garras de infinitud, y yo, ah! yo, el plumaje
en su corona, almacén invicto que cruza las aceras del mar
y me sumerge en el vino de tu nombre, de los nombres ,
del hilo títere que roba estíos-esos carámbanos de calor
en las vísceras, la multiplicidad de sexos, desnudez del perfil
contra el tragaluz invisible-. Un resplandor en tu hombro de plata,
a mi lado, junto al candil oscuro de la ubre, en la orilla
que es un molde de tu silencio, a través del crisol,
de la incógnita que guarda osarios de catedral
cuando te viertes en música como un remanso
que el agua arroja al fulgor de la luna en su cresta.
Y sí, cuál el oro, falso oro, céfiro del grito y la lujuria,
en el parásito hogar que sufre las telarañas sin madre,
la voz insólita de la camada en mi frente rota
de anciano sin párpados ni ojos, ni vidrios abiertos
a la claridad. El tiempo es la razón del tiempo,
aquí viven las cenizas sobre un pedestal
alto como los geiseres que desafían el brillo de la luz,
su caída de lava frágil, su ascua evanescente
que inclina el deseo y lo atrofia con sus amantes alas de senectud.
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