Tú llegaste en un tobogán blanco. Aquí
son las olas segundos de un horario que transcurre.
Habitabas el frío con la escarcha de tus ojos,
me decías que los juegos eran graffitis en las tapias,
columpios sin pintar, un suburbio de plantas azules.
Buscábamos el calor común y la historia por descubrir,
a cada lado de las calles sonreían los sueños
como vírgenes astutas tras sus celdas. Tal vez
el otoño vista de nuevo con sus ocres la deidad de tu nombre,
el reloj está callado y las palabras laten en tu corazón
ocultas entre los confines de la multitud. Yo pensé
en las torres que no vi, deduje que un abrazo
es un asombro sin luna, que cada estación
no es solo un tiempo vacío, sino diálogos en cafés,
playas encendidas, nieve en tus ojos, flores altivas
en los bulevares. Te cubres con las enaguas y el canesú
porque los años se disfrazan con la piel que tú le ofreces
a la noche. Casi todos los lugares invocan el estertor de los besos,
en el maquillaje de los trenes hay un hilo que une las perlas del amor.
No podrá este poema rescatar la luz de los espejos; ahora que vuelves,
cuando la carne se aja en un rictus de olvido, quiero tu voz, tu silencio,
tu calma que nunca finge.
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