martes, 25 de diciembre de 2018

Primavera en una ciudad portuguesa

La memoria de la piedra impide tu abril.

Pisar el laberinto de la caoba pulida, llegar al pórtico
del alud y convertir el abecedario en oscuras sierpes
de bienvenida.

Es hermoso el hotel/su dibujo de nostalgia/su luz breve/
sus fotografías caducas/ sus alfombras gastadas como
un párpado cómplice.

Son días de primavera, caminos de azul, aire que brota
límpido y vertical.

En la estación, los trenes se olvidan del soliloquio
(hay murales como ejércitos de luces y sombras,
hay reyes coronados de indiferencia o naves sin futuro).

Tú caminas y yo camino, pesan los adoquines, pesa
la atmósfera que no habita el color.

Mil gatos nos seducen y en el juego tu sed se vuelve ambigua,
nos retrata, nos exhibe.

Si dividieras en cuadriculas este mar azul, si el blanco
de las sábanas te acompañara como un duende, si el grito
de una madre no hallara debajo al niño insomne,
tal vez respondería
que no quiero esta luz,
que la piedra es un corazón maltratado,
que en la calma del río
la historia navega
como falúas rotas.

Al atardecer, los puentes quiebran el estático gesto de la duda,
fluyen como metamorfosis de un oráculo incomprensible.

Todavía en mis sueños retorno a las plazas del dulzor/ tranvías que lloran
el destino amargo/cafés que dejan un verbo en las propinas/
esculturas de bronce sin amanecer ni latido/ el divertido eclipse
de las aceras que viajan.

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