sábado, 15 de diciembre de 2018

Este mar que ahora veo



Qué lento y negro el mar.

Un espejo de luz su piel de agua.

Otras veces,
muchas veces
contemplé la historia bravía del oleaje,
cabalgaduras de crestas al sol,
espuma ciega contra el silencio del dique.

Una interrogación el haz del faro,
chispea buscando el rostro del hombre-pez
o la simpatía adorable de la sirena.

Hay un aullido que prorrumpe en la iconografía como un dios terrible,
es el núcleo celeste de los cirros
o la voracidad asombrosa de la borrasca
en la inclemencia del piélago.

Su lengua,
la lengua de los galeones perdidos,
de las islas no visitadas,
de los icebergs y las corrientes,
del albatros imperial,
de la gloria del transatlántico inútil,
todo un mundo que susurra al oído
el sentido de la inmortalidad del tiempo.

Delgada península de farolas mortecinas,
un aire salino puebla mis pulmones,
la vista es una torre cuadrangular,
piedra de augures y címbalos como un ejemplo de noches y luz
en la boca firme del océano.

Han partido los barcos,
renacerán los petroleros y sus yugos surcando el vientre del agua.

Al mirar en la lejanía un sueño infantil visita mi vejez,
atlántidas y nautilus,
robinsones, piratas descuidados,
buques impronunciables que amaron el hielo,
cáscaras de nuez sobre los hombros de la aventura.

El mar muere aquí y yo no sé qué decir,
ya que no conocí otra patria
que la tierra estéril.

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