Yo creía en los dioses sin saberlo, pero los dioses no creían en mí.
Lo supe tras un despertar de lluvia y miedo,
la vida no se conforma con un cuerpo, quiere un alma, me dije.
Llovía con esa lluvia leve que se posa en los hombros
igual que un rocío de lágrimas.
Primera hora de silencios, late el camión de la basura,
gente con las solapas subidas camino del trabajo o de la nada.
Todavía el retal de la noche ahuecándose en mis tobillos
y el temor de ver mi sombra en los reflejos
que la luna dibuja en los cristales.
Solo eres tú y el eco, solo tú y un rastro.
Entre plazas, por calles húmedas de roca fósil,
hasta la esquina donde al fin me paro para mirar el cielo
como si ese dios desconocido me llamara y ángeles de espadas humeantes,
pájaros de ámbar, desnudaran el hilo de mi ser,
la blanca silueta de mi alma.
Ya la luz es un sueño y el día un rumor inaudible de mercados y coches,
de colegios y portales, de semáforos que no cesan
de parpadear y morir.
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