sábado, 7 de mayo de 2016
Las compañeras de clase
A Concha
Detrás del uniforme
late el cuerpo sin abrigo.
Suben las escaleras
con sus largas piernas de niña,
se balancean como cisnes
en un acuario inmortal.
Y yo que escribo versos
en las tapas oscuras del plástico,
poemas que no entiendo
-y sin embargo encienden en mí la luz
de la emoción- porque doblan las historias
en mensajes que guían a los pájaros de la incertidumbre
hasta la chispa que crece en la barba inmadura
del adolescente.
Pronto sentí las risas de lo extraño
y comprobé que nada atormenta a las flores
que no sea la tos del viento.
Y es que se dibuja una traición
en sentirse parte de un río
que jamás cesa en su búsqueda,
en su amor por la vida que brota.
Es cierto que amé las rayas marrones, verdes y azules
de una camisa que ajustaba sus senos,
es cierto que su voz era blanca
como un suburbio de leche.
No es cierto que su palabra
como una isla me enseñara
el refugio estéril de la urgencia.
Existen meteoros que por una vez se cruzan
en la misma galaxia,
algo así como dos cuerpos
que vuelan sin verse
en el azul.
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