Es una fotografía de familia la que hoy me observa
desde la superficie pulida del espejo. Esos rostros
que viven en el sepia me hablan de un tiempo anclado
en mi memoria igual que una luz que no muere. Así
mis ojos van del ayer a esta faz gastada que como
un árbol viejo va dejando caer voces que susurran,
caricias escritas en el vacío, palabras sin hambre
que cabalgan el tránsito mecánico de las horas.
En este momento de la tarde la luz casi no habita
en la húmeda presencia del azogue, llueve contra
el cristal y una atmósfera de sauces marca en mi piel
la delicuescencia soñadora de un arpegio. En aquella
fotografía de un verano sin rubor mis labios recitan
los versos que vendrán, unos versos que yo aún
no conocía. Unos versos que hoy escribo para que
algo quede de lo que fuimos, de lo que éramos.
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