No es azul el color del agua que ensancha el mundo
entre dos orillas de arcaico esplendor,
un café que no es de new york
donde la efervescencia del artesonado
multiplica las figuras en los espejos,
mármol y arañas de un cristal fulgente,
veladores no sé si de caoba taraceada,
camareros como esfinges blanquinegras,
ceremoniosos igual que figuras danzantes
en una armonía de títeres bajo la gris luz de la mañana,
pero yo busco la eternidad del río,
el galope frenético del húsar,
la efigie simbólica que escribe eses en un nombre de mujer,
la huella de la media luna y del horror judío
en la piel de una ciudad que aún llora la pérdida de un imperio,
su bandera ya es de paz, sus altos estandartes,
las cúpulas y los palacios son solo fachadas
sin salones ni caballerizas, ni pasillos con estuco,
ni pinturas o muebles repujados,
sin danzas ni servidumbre con librea;
aquí en mitad de un puente yo observo como pasa el río
y con él la historia que fluye hacia el mar
igual que las ramas caídas que ahora surcan,
sin detenerse, la gran vena del agua.
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