Aún vibra la luz en los cristales pulidos, aún el estuco y el oro,
los muebles pintados, el color de la seda, la orfebrería oriental
y las molduras barrocas, el silencio roto por el eco de un galope
imaginario, palpitan; persiste aquí su memoria entre el deslizarse de los tranvías
y la mirada viajera que admira el esplendor de los siglos del águila y la cruz,
la fastuosidad del poder, el lujo como una evocación de columnas enhiestas,
de esquinas pulidas, de arañas en los techos, de ventanas múltiples
que relucen bajo un sol que acompañó con su luz la relevante edad
de un imperio del que solo persiste la testimonial presencia de los palacios,
la herrumbre verde de las estatuas, el nombre de los santos
como guardianes de la fe y el rumor una música alegre en los salones,
de rigodón o de vals, la armonía del baile que se desdobla
en los espejos como un carnaval de colores y telas,
de máscaras y tul, de recamados trajes, medallas y honores,
la voz dulce de Madame o la voz masculina de un Princeps
entrecruzándose igual que hilos que tejieran un paño infantil
que se llevará el aire, como se lleva la vida, la magnificencia,
el poder efímero y circunstancial de los hombres.
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