He bordado este tapiz con hilos de color, débiles, combándose
ante la densidad del aire, rebeldes en su longilínea abstracción,
calados por el agua del lloro y las deidades de la crueldad, enfebrecidos,
exultantes en su armazón delgado de hebras entrecruzadas por el lino,
el pudoroso algodón, la aguja que desbroza la piel virgen del cendal
para columpiarse en el tamiz, el lienzo, la palpitante membrana
que da forma a los mapas de la vida, un dibujo que no tiene modelo,
puede ser una cruz, una ola, un pájaro, un horizonte, es, sin embargo,
el rostro quien va calando en el seno de la pieza con sus lágrimas de olvido
y sus risas de nieve, con la perfecta singladura de la piel, con los navíos en los ojos,
la mordaz mejilla, los pómulos de lago o de mar, una isla en la frente
y un pedestal en los labios donde las espadas del amor se cruzaron
para herir el tiempo de las flores blancas, y sí, a veces se rompe la paz de la urdimbre
porque el rostro es de carne y azulea o enrojece, o está lívido como un alba
de niebla, y es la mirada un rosal muerto cuando la mujer se viste de canción
para hendir con la música de sus dedos la red inmaculada de una faz
que deambula por los pechos de una madre vestidos con el tapiz
que teme al atardecer cuando el páramo del sol se presume hostil
y las palomas acechan lo oscuro al esparcirse el recuerdo
de una cara por las avenidas insomnes de la luz.
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