El cristal
del mar, absolutamente negro.
Y la luz de
la torre, tan amarilla como un limón derramado.
El silencio
que es una esponja dormida
en lo más
profundo de mi vientre.
Taxis y
ambulancias, autos que huyen de los días laborables,
el alma del
pedigüeño bajo cartones de luna.
Y ese
epitafio neutro de los pájaros que duermen en las cornisas,
la paz de
la estatua, eterna como un busto triste
que añora
la sangre, la piel, los tejidos y el amor.
Los barcos
en el puerto se acunan sobre la mansa piel del mar,
y un faro
vertiginoso rompe lo oscuro, un reloj elíptico que resume en su haz la vida
y los
misterios, una señal que todos seguimos sin saber por qué
hasta que
llegue la claridad.
El amanecer
es un columpio que arroja su lengua de fuego y después se retrae,
una niña
que debe asumir la estrategia de la luz
para esconderse
bajo su máscara de tótem alegre.
Quedó atrás
el fruto del árbol, también tu cicatriz en el dorso de mi espalda,
ahora la lluvia
cae y recita la salmodia del tiempo ido,
exhibe la
bandera de las canciones sin voz.
Veo un
corazón de óxido, una cruz de algas plateadas,
un
horóscopo de marfil, una ruleta sin números.
Me moja tu
nombre como una ducha fría.
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