Era tan pequeña, tan minúscula, tan efímera, que la olvidé.
La huella de mis siete años.
De pronto se hizo grande la pisada- o quizá fue un espejismo-
entonces empecé a caminar sobre la tierra y el cielo,
una inmensidad por descubrir.
Lancé rosas al aire,
volé con la perfección del ave náutica
hacia mi sol que era el mañana.
Yo solo hundía mi voz en el tiempo,
con veinte años la luz no muere en las esquinas,
es un imperio de claridad que absorbe el silencio de las sombras.
Alguna vez me vi levitando sin dejar símbolos en ninguna parte
solo alas y pies y uñas que viajaban al azul en una noche de invierno.
Pero, qué es una huella sino un rastro perdido en la memoria.
Amanece junto al mar, las nubes malvas al sur,
siento crecer una azucena en mis axilas,
-tú ya sabes que soy volátil como la brizna del polen-
el humo se aleja con la suavidad de una luciérnaga oscura,
la pompa de jabón bajo el solsticio de invierno,
su arco iris sobre el océano refulge.
Con los años las huellas son más profundas,
son huellas de plomo, son huellas sin amor,
porque saben que la reiteración es la muerte,
así nos anuncian los relojes la verdad,
su círculo eterno es una daga contra el corazón.
Me importa poco si agito la ceniza yacente
o si huyo hacia lo que ya no es posible,
hay cicatrices en mi ayer que aún reconozco,
son mis huellas mortales, mis faros ocultos,
no quiero que me veáis en la derrota del que busca el pan caído,
lo que vendrá es tierra virgen, jamás hollada, jamás sentida,
no es una huella en el mar, sino el arenal de una isla
que todavía no he pisado.
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