Tus abecedarios
como un lenguaje que muere en los espejos.
Desde mi
atril líquido, desde el perdido eje de la veleta,
junto al
rumor de las voces que fingen ser voz,
a la hora dálmata
del silencio cuando los colibrís trinan
y la huida
es una alforja vieja que ya no guarda calor,
al salir al
frío de los carámbanos como estatuas de enero,
desvestido
de la palabra, en los ojos un parche de astucia
-dónde estás,
Raquel, no me dejes ahora-
con dos cálices de cristal arrojados al ayer del humo;
regreso con
el sudor en las sienes y la palabra más dulce en los bolsillos
-la discoteca,
sin cortinas ni arcángeles, rótulos de neón,
hormigas
que visten satén rojo y carmín,
flujos de
mar en su alfil más profundo-.
Hablo del
eco de la música y el diálogo amable de los caídos,
hablo de
unas medias ágiles que recorren un sueño.
A veces en
la nuca de los tímidos crece un arroyo,
un beso sin
nombre, una metáfora de alas blancas que no vuela.
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