Hay trenes de vicio blanco, nieve de enero
sobre la arena de la playa, una estrategia de ausencias
responde a mi pregunta vieja de horas oblicuas.
Hoy revivo el año, las huellas que dejé,
los rótulos parpadeantes, mi ropa
desmadejada, gris y azul, una camiseta bajo
el abrigo sin color, jeans negros, zapatos
con heridas como mi voz al despedirme,
lo mismo que un gorjeo de agonía en la cintura
neutra de la tarde.
Descubro silencios en un atlas,
historias de eclipses y serenidad,
siento el mercurio de la vida
esconderse entre las páginas, las sombras y la luz
se entrelazan al ritmo musical del vagón,
los paisajes que veo se diluyen como hojarasca febril,
bosques que agitan sus ramas,
la llanura espejea en la canícula,
la meseta en mis ojos esparce un oro amarillo
de fulgor sin alma, ya caído.
Voy hacia la isla de espigones y mar,
no hay en mí el poso de la ausencia,
la lluvia es una sintaxis de agua donde se moja el tiempo
que ya no veré; la isla es árida, habita los colores y la ceniza,
la isla se recoge como un pecho de nácar,
la isla tiene acento tropical en sus flores rojas.
El tren viaja sobre raíles de hierro, sin rumores,
silencioso como una serpiente que buscase un lugar al sol,
una tierra segada, rocas estériles, cactus solitarios,
guacamayos de voz dulce, un hábitat de amor, de entrega a su sed asesina.
Yo no sé cuándo ese mar de mitos imberbes anidará en mis ojos,
allí en la cruz del archipiélago, el resplandor de la isla es una gema,
un lagarto con forma de nave, un seno tortuoso
donde la canción se vuelve duna gris,
un hogar de palmeras, sílice y viento,
para mí, el apátrida.
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