Qué fácil sería vivir entre flores, acantos y muerte.
Pero es preferible el silencio de los caminos,
la calzada gris que nunca se extingue en el horizonte,
como esa paloma que fecundó una nube
y arrojó su sueño en las escalinatas de la luz.
Viajas con el corazón en los pétalos del tiempo,
sin fin, multiplicándote lo mismo que una sirena en el mar eterno del espacio,
porque no existen fronteras, porque la singladura es un dios
con mimbre en los ojos, con sinestesia en los párpados.
Escribes las cartas del viajero,
sin ángulos, lisas igual que enjambres
que pueblan la noche con palabras simples
de amor y aventura.
Te veo en la cruz de los caminos,
anfibia, en ese rio de cultura que viste con oro de lábaros
el aceitunado confín donde el verbo, la sensatez,
la obra fértil del músculo imperial
fue tejiendo urbes proclives,
lentos cauces que llevan a los lugares del tótem elegido
-tú no olvidas que el sol nace en el oriente
como un reptil de incandescente memoria-.
Nos cuentas, con la mansedumbre del acólito,
que la distancia posa en tus manos la amenaza del salvaje,
la invisible sal de una mujer sin ojos;
en qué monasterio, templo o palacio,
el arpegio púrpura de tus dedos se movía sobre mapas que nadie trazó,
colinas y océanos a los que diste voz;
un mensaje son tus palabras: entre dos puntos lejanos el orbe es inmenso,
desnúdate ante él, vívelo, describe cómo mueren las hojas en otoño,
cómo madura el fruto hasta caer exhausto,
cómo es la historia fingida cuando la verdad es otra,
cuán real está el ayer en el hoy, aunque tú ya no puedas
regresar al tiempo ido.
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