Quería para ti un orden de pífanos,
cantores en la cruz de los violines,
soñaba contigo en la ribera del río más caudaloso,
rumor de agua que deja música en tu vientre.
Ansiaba templos de alabastro en tus ojos
y círculos de antracita en el borde de tus pupilas,
pensaba que las aves sonreían ajenas al mundo
con guirnaldas azules en los picos, sin memoria,
sin el lago triste de la distancia cumplida.
Te contemplé en las orillas
y en el charco de las sombras,
me refugié en espejos que nunca te vieron
para olvidar la tez de tu rostro
cuando se gira hacia el confín del silencio.
Transité tus párpados de isla,
en los pechos híbridos besé las caracolas de las
sirenas,
supe del resplandor de tus enjambres,
laboriosa tu voz en el marfil,
cúspide que roza el mercurio de los montes alados
como un perfume inmortal.
Navegué noches y días,
días y noches
sobre la espuma del recuerdo
-mar en calma, olas de espanto, viento en las jarcias
alegres-
con este corazón en llagas,
inventé rosarios de conchas con bivalvos escarlata,
un hilo de
mimbre al cuello de tu nombre.
Vivimos en hospitales de amor,
sucumbimos a los palacios y al musgo de la tierra,
en carruajes perdidos recorrimos las rodadas del aire
en tartanas de azufre
con los jilgueros alerta como delfines núbiles.
¿Para qué el oro de la luminiscencia,
el teatro o el ardid de las bambalinas ecuestres?
Galopar sin miradas,
hostil como un argonauta
después de obtener la argenta en vez de la gloria
dorada,
regresar al puerto de los atlas
donde vive la razón de la roca, y recorrer mis calles
igual que un hombre cojo
que una y otra vez trastabilla.
Pero tú ya sabes que todo lo que soñé sudaba nieve-
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