lunes, 14 de diciembre de 2020

Los ovarios encendidos

 Como alta estatura del cuévano,
el silogismo en la piel, la fragilidad
en los ojos que jamás fueron tuyos.

Aquí, sobre el asfalto inconsciente,
memoria rubia de los hogares,
trasluz en el equinoccio del despertar;
irrumpes, onda frágil de un aire inmóvil,
segura como el árbol añejo en la coronilla
de un volcán marchito.

Antes de enternecer el pecho,
mucho antes de la historia que no ha nacido,
infinitamente antes de que llueva el sonrojo,
la primera vez de las alas, el segundo
en que los murciélagos arrojan su increíble verdad
de radares grises en la noche de tu vientre.

La atmósfera, globo que finge un ardor,
manta que cubre los silencios,
la opaca sed de las marionetas,
la voz del títere, la consciencia de unos dedos
que imaginan virtudes en el insomnio de tu jardín,
justo ante el espejo que divide tu sombra.

¡vive!, ¡álzate!, destruye la huella amarga del tiempo,
la raíz familiar donde los esquejes rotan
y no responden al sol, ni a la luz, ni al renacer.

Otra ciudad, sin la muralla que enhebra tu cintura,
otro frío de témpano, el calor en las nalgas
que te iza igual que el mercurio
cuando eleva su temperatura
después de la fiebre de los cuerpos.

Yo solo aspiro a verte,
jamás el tacto anuda la persiana en la cruz de tus pechos,
la celosía que aún esconde el marasmo infantil de tu sexo;
hay adioses hermafroditas que cuelgan de los campanarios
y se expanden en humo de incienso o en volutas eléctricas
donde el rayo muere de olvido y éxtasis.

Así tú, ropaje lúbrico, te muestras, ríes, insultas,
robas a la carne los minutos del sueño, y me llamas
con los ovarios encendidos, como el candil o el fanal
llaman a la vida, antes de consumirse, lentamente, en su finitud.

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