Hay un volcán sin ojos
que sufre en la llanura de mi esqueleto.
Palabras, dignos dardos de la sed,
palabras que absorben los mitos,
seda en los óvulos, balbuceos del ángel,
infante sin voz en el mediodía.
La esperanza y su sol de espinas,
así el alegre trino de la mandrágora,
pájaro cuya máscara es el muérdago de los columpios,
semen, fluido rojo
desde las amígdalas hasta la sima del ventrílocuo,
memoria del eco, corazón sin las estalactitas del
tiempo
que repica en su catedral de tibias y fémures,
coxis blancos que sostienen la blandura de este cuerpo,
árbol de piel que absorbe el agua de los laberintos,
acequias del alma donde sueña el filántropo
y ruge la bestia del hombre joven,
explícito el néctar de su grito al albor,
en la mañana de los dioses
que golpean címbalos con sus dedos de oro.
¿Por qué el cuévano, cintura del molde
en que las espigas llamean bajo el ardor de la fuente
niña,
en la rabia desdoblada de mil campanas
que frotan sus músculos de herrumbre
contra el trasluz de este crepúsculo anhelante?
Rosas en el vientre
y afuera, la virtud moribunda,
pensaré en un pozo de olas estériles,
pensaré que en los signos del espejo
la realidad es un pliegue de cera,
manos o sarmientos, cárceles inclinadas en corvas de
espanto,
uñas hundidas en falanges que lloran, cardos en la
frente, en el sexo,
cardumen abstracto de la edad, lava que corrompe la
imagen
que conservo en un portal perdido de la infancia
donde brilla el ósculo prohibido, donde los ejércitos
del sueño
vibran con estandartes de ceniza, donde hay un oasis de
fantasía
y camellos que vuelan
y un rincón al que acudo cuando el insomnio,
la preocupación, la losa de la vida se aproximan a mí y me hieren.
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