A mi padre, que fue un buen Juez.
Muchas veces me pregunté por su trasparencia
o si al pasar a mi lado
era su sombra quien hablaba conmigo
igual que una vieja amante.
Qué tiempos de andenes vacíos,
qué horizonte nuevo en la sonrisa,
qué barco sin costa,
infinito en la capa oscura del mar.
En la distancia Padre es un pedestal
que se mueve
de la alta efigie
al comedor de entrañables vivencias.
Él, hombre con los brazos en cruz,
con la sábana justa de los que cubren de verdad
las hojas manuscritas en un pergamino dorado.
Él, que busca la raíz del orgullo
y enmascara con voz de aljibe las mentiras del
ruiseñor,
el enjambre de los coros que gritan.
Vi su letra perfilada como un navío
cuya popa recibe el aire fresco de la razón,
entendí porqué lo humano lleva en los ojos
la magnitud del oro, el resplandor del mito
y la natural querencia del justiciero.
Hablaba con el corazón blanco
como un proscrito
que antes de morir entrega su luz pura,
su linterna encendida.
No solo la probidad de un orden limpio,
también la filosofía que reluce en su escudo
eligió espadas de platino
con que rasgar la duda impronunciable.
Existía en los himnos y en los diplomas,
en las torres de jazmín,
en la metáfora de un dibujo de dictámenes azules.
Pero yo quería la carne,
los consejos del musgo,
la proximidad de dos cometas en la noche clara.
Se fue
no con la confidencia,
se fue detrás de un parágrafo que nada decía de él,
que escribía con letras de mármol una oración
invisible
entre mis omoplatos vencidos por el silencio.
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