viernes, 11 de diciembre de 2020

La noche húmeda

 La cama era un gran zócalo oscuro,

el filtro de la luz, diéresis de luna,

me anima a extender mis pasos,

a partir hacia un magma de nubes,

hacia el hálito de la niebla en la acequia gris

y su borbotón de crisálidas.

 

La noche, bendita noche de plata

en el olivar blando, detrás de mí

una sombra de agua, lago de mi ser,

llovizna que dejan las axilas

o el beso tardío de un jugo pálido.

 

Chasquean mis botas

como bielas o engranajes

de un caucho dócil,

quieren un canto,

tal vez la confidencia del ritmo

con su diapasón estéril

de tanto morir entre los surcos

donde el caracol enjuaga sus antenas húmedas.

 

Un farol o un hilo de luces

en la densidad de las plazas,

la campana roza un océano

y se escucha al delfín sobre el péndulo,

hipa y ríe igual que un gnomo

que sueña con la urdimbre de los paraísos

en su corazón de nieve blanca.

 

Son las tres de una madrugada de octubre,

el reloj es tibio, las agujas de la torre

lloran por la magnitud del tiempo,

por no fijar en los ojos del duende

primaveras de insomnio

que nunca desaparezcan.

 

Soy el amigo de las lombrices,

el musgo en mis dedos

como alfombra empapada de ti

y la veleta o el faro, languideciendo

sobre un mar de agua dulce,

lluvia eterna, bíblica,

Noé sin vida en las fauces de un narval proscrito.

 

Ha sido este lugar,

esta hora,

este murmullo

un espejo invertido, molécula yo,

átomo licuado en la nocturnidad,

ejercicio de alas que moja el resplandor de la duda.

 

De nada me ha servido la noche,

me orino y siento la humedad en la carne fláccida

y pienso que esta lluvia de octubre me nombra

y que en definitiva no soy distinto al agua

que se filtra por los desagües del tiempo y sus enigmas.

 

 

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