La cama era un gran zócalo oscuro,
el filtro de la luz, diéresis de luna,
me anima a extender mis pasos,
a partir hacia un magma de nubes,
hacia el hálito de la niebla en la acequia gris
y su borbotón de crisálidas.
La noche, bendita noche de plata
en el olivar blando, detrás de mí
una sombra de agua, lago de mi ser,
llovizna que dejan las axilas
o el beso tardío de un jugo pálido.
Chasquean mis botas
como bielas o engranajes
de un caucho dócil,
quieren un canto,
tal vez la confidencia del ritmo
con su diapasón estéril
de tanto morir entre los surcos
donde el caracol enjuaga sus antenas húmedas.
Un farol o un hilo de luces
en la densidad de las plazas,
la campana roza un océano
y se escucha al delfín sobre el péndulo,
hipa y ríe igual que un gnomo
que sueña con la urdimbre de los paraísos
en su corazón de nieve blanca.
Son las tres de una madrugada de octubre,
el reloj es tibio, las agujas de la torre
lloran por la magnitud del tiempo,
por no fijar en los ojos del duende
primaveras de insomnio
que nunca desaparezcan.
Soy el amigo de las lombrices,
el musgo en mis dedos
como alfombra empapada de ti
y la veleta o el faro, languideciendo
sobre un mar de agua dulce,
lluvia eterna, bíblica,
Noé sin vida en las fauces de un narval proscrito.
Ha sido este lugar,
esta hora,
este murmullo
un espejo invertido, molécula yo,
átomo licuado en la nocturnidad,
ejercicio de alas que moja el resplandor de la duda.
De nada me ha servido la noche,
me orino y siento la humedad en la carne fláccida
y pienso que esta lluvia de octubre me nombra
y que en definitiva no soy distinto al agua
que se filtra por los desagües del tiempo y sus
enigmas.
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