Aún con la voz muda te pregunté por la luz.
Regresaba del país de las hojas de plátano,
de la sílice y la cal, de las playas
al pie de acantilados negros.
Así es el faro cuando vive en la claridad,
subyuga a la sombra,
penetra con densidad de ópalo
en la penumbra de los trajes,
devuelve a los ojos un resplandor de almanaque febril,
espejo de sí mismos.
Y qué si el rayo luminoso se divierte y corona los cuerpos,
tu cuerpo, liviandad, arrabal de nube en la mañana.
Tú me dijiste que nunca fuiste pájaro,
abril llegaba como un subterfugio,
lianas en los balcones,
pámpanos abiertos al color,
horas griegas en la luz.
Y te fuiste, el halo era verde,
el tráfico perfectamente amarillo
y un reloj, aguja de hierro,
vomitaba minutos con un cansancio de caracol,
con la fe retráctil de las hormigas.
Y llegó la noche, llegó el neón y su barbarie,
llegó el desfile brutal de los iconos;
y vino el jazz y ese vaso de papel que olía a colonia,
el trasiego hiriente del humo, el frío en la palabra
con sus mensajes de náufrago.
Autobuses sin regreso de un rojo desvaído,
lágrimas de desamor en quien ansía un ramo virgen
en sus dedos de plata, mendigos del aire
con pajaritas de amianto,
el infantil viaje de ti a ti
que embadurna los anuncios de las marquesinas.
Ven y súbete a mi estatua
sin temor,
te poseerá la rosa azul de la ceniza.
De la ceniza surge el fénix de la aurora
y un leve gesto
que anticipa tu crisol,
el oasis en que jamás creí,
la cascada y el manantial,
esta sangre que circula como un geiser dormido.
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