lunes, 11 de mayo de 2020

Nunca podré abandonar la ciudad oceánica

Briosas nubes y céfiros de sal.

El aire maldice su virginidad,
ruge el mar una pregunta de ojos verdes,
un candil proscrito ilumina caracolas en la yerba de la plaza.

Mi ciudad viste meandros de madre opulenta,
venas de un azul de burbujas,
esquinas sin horóscopos
que son azar de navíos
al partir insomnes
sin rumbo
ni patria.

Solo conocí su estatura de hada,
la línea del coral sobre las rocas de un ocre fúlgido,
caminar por la estrechez del espigón,
lejos de la luz, en la sombra invertida de la noche.

Me acostumbré a su lengua, tan larga como un hilo sin memoria,
guedejas de algas contra el dique,
la escollera sabe que la letanía de un acuario
solo conduce a la locura.

Escúchame, allá donde estés,
pertenecemos a la estirpe del delfín y los albatros,
al fulgor de la infancia y sus playas indómitas,
al arenal donde los sueños palpitan en su plenitud.

Es un río de nieve el que acompaña tu razón,
permite que fluya el crepitar de las olas,
el resol del ocaso en las crestas marinas
haz que todos los relámpagos atruenen,
para que no escuche al olvido.

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