Me han acompañado los sonidos
como un ángel tutelar.
El giro de la llave, lento, táctil
abriéndose a la luz de la casa,
el cuerpo detrás, su paso sobre el primer baldosín,
ya raído.
Las voces, la de mi interior y las de afuera,
la mía hacia el corazón y el llanto,
hacia la esperanza
tras vocablos familiares de cariño
o susurros en mi oído
tan, dulcemente, infantil.
Cuáles los dispersos, agitándose los unos con los otros,
de peces u hormigas, colmenas al aire,
cardúmenes en el mar de este día.
Y el que vive en la historia de los objetos:
la música puntual del reloj,
la llamada de un teléfono repetida a intervalos de azar,
las puertas cerrándose como párpados de intimidad,
una conversación, casi muda,
porque alguien habla consigo
y con el alma del poemario que lee.
Y, también, el que fluye por las venas,
sangre rumorosa entre túneles líquidos,
el constante latir de un corazón afiebrado,
arrullo íntimo, canción dormida.
O la duda, la pasión, el desafío, el miedo,
la alegría de la voz
que cada despertar, cada tarde, cada noche
te dice y te escucha,
hermano del hermano que es tu sombra.
Siempre los sonidos regalan una composición de vida,
un sueño de cercanía sin materia
entre dos silencios que huyen.
Ven, palabra, la que, al fin, me dices,
ven músculo de tu garganta que convierte el sentimiento en eufonía,
ven oración, voz de pájaro, piel de animal
que se roza y emite un hondo señuelo de amor.
Ven, sobre todo tú,
con el tul y la sonrisa,
entregada, como el haz que me puebla y me vence,
hacia el grito que el placer dibuja en mis labios sellados.
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