Me perdí en el olivar frío que soñé de madrugada.
Me perdí cuando las cigüeñas volaron al norte de su locura.
Fue una pérdida descubrir el haz
que amaneció en la ola.
Perderse es un motivo para el odio de sí,
la pantomima y el sueño hallan el perdón
de un público en tinieblas.
Me perdí al cabalgar la luna,
me perdí en la risa y en los omoplatos perfectos de tu ausencia,
vi en la lejanía caminos bifurcados,
espejismos tan sólidos como un anuncio
en el vidrio de las marquesinas.
No saber cómo ni por qué el regreso,
el caminante concibe rasgos, huellas familiares,
reconoce la vendimia de los cuerpos,
saluda a su ayer, aquí mismo,
en el justo lugar en que pasa y repasa su vida.
Me perdí en la inercia de los pasos,
perdí la voz introspectiva,
aguja que orienta el insomnio de la cartografía.
Me pierdo en las hojas de una libreta virgen,
en el desayuno ya bendecido,
en los saludos mecánicos de mi mueca de alabastro.
Perderse después de que la luz proponga una excusa,
oculto el don de este oasis donde la memoria es una esfinge,
mano que agita el aire polvoriento de los microbios amigos,
los que me recuerdan a ti
antes de perderte.
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