viernes, 27 de septiembre de 2019

Qué extraña la nieve



Qué extraña la nieve, mota que deja el pájaro frío,
brizna en el ojal del hombre sin ardor,
volátil su arquitectura,
barniz lechoso que en un suspiro viste el cemento.

Yo no sé qué es la nieve,
la confundo con una plegaria,
un rocío, un maná
escondido entre las nubes.

Solo quiero sentir la escarcha
bajo la suela de este zapato
donde se oculta el agua
como una bendición escondida.

Ya es de noche, entre la negritud
lágrimas blancas transitan el aire,
descienden ofrecidas por la mano invisible de un dios
que, lánguidamente, muestra a la luz su copa de hielo.

O, también, el soplido que junta los estratos,
los cúmulos, el viento que recoge un lloro,
el lloro de los ángeles con su voz aterida,
la sombra gris que va soltando cristales líquidos
como pestañas que se cierran bajo el peso del blancor.

Nieve que bendice las plazas
con remolinos de historias proclives al azar,
árbol de diciembre, faroles encendidos,
luminaria en las fachadas,
un candil entre los huesos de quien se azora
ante la yesca y su crepitar de chispas insomnes.

Sí, nieva en la ciudad en la que nunca nevó,
y yo escucho el silencio y miro en el umbral
el paso lento de los copos,
hacia el suicidio,
hacia el éxtasis con que mueren las gotas en la luz.

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