Ya no hay reflejos en la curva de la pared.
Solo insomnio en la habitación eterna
porque allí viven los carruajes de la incredulidad
con sus símbolos de caoba,
marfil y nácar.
Allí en el territorio de la penumbra
las arañas de la luz escriben un diario de rezos
y melancolía, de círculos y amparo.
Yo desde la altura del pálpito
ejerzo mi oración de numen,
yo que soy ojos que nadie ve
sucumbo al crespón de los muebles,
al espejismo del mercurio,
al hombre de noche
completamente desnudo,
completamente roto.
¿Y qué si en un frenesí
la mañana deslumbra con su vientre de sol
y cubre las colchas,
el crujido de la madera
que se alinea en rectángulos
bajo los pies de mi ausencia?
¿Y qué si busca el párpado del cristal
para encender la historia de una risa
en los hoyuelos vencidos
de mi hermana?
Tras el parteluz de los armarios
viven papeles y conciencias
y es como si lo oculto
se dibujara en una cortina gris
por no perjudicar la claridad
que incita al descubrimiento,
a la pura lucidez de escarnio.
En el músculo del boudoir
aún conservo las horas de mi deshonor,
con el eco triste de la luna
en las ventanas
y un pensamiento que huye
hacia los faros caídos
entre los arrabales de mi inseguridad
y la histeria azul de las sombras.
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