Se había asomado el monstruo. 
Fingía en las páginas del libro 
una mordaza 
o dientes que afilan su odio en mi cerviz. 
Allí junto al ocaso 
yo escribía un destino de sexo, 
de vértebras, de luz ausente de mí, 
lejos de la voz dulce. 
Y se alzó el brazo incoloro, 
me dijo: hay que ir a la casa de los duendes 
donde se calcina tu ayer. 
La carretera no existe, 
ni el bosque, ni el carril de un solo signo 
que me devora como un alud. 
¿la casa? 
sí, la geometría que yace en la profunda elipsis 
de un sueño(un teléfono encendido, sonoro, 
cuádruple, aquel espejo dorado 
donde una vez vivió mi fe, 
armarios cuya lágrima encendí en la noche del delirio 
cuando los gendarmes llevaban caracolas en sus vientres). 
Solo en la inutilidad del refugio entendí el sinsentido. 
El pecado eres tú me dice su voz de meteoro, 
la madre escucha el trueno del adiós 
y todo es la inhóspita red de una mentira. 
¿Quién atiende a la frase que deja una raíz en mi nombre? 
Tan lejana de la razón, 
tan fuera de esa verdad múltiple 
que hay palomas que ya no vuelven a la plaza. 
No, no soy yo el ejército que salvará la luz, 
en otro-el innombrable-surgirá un sol, 
en las heridas, en el futuro que aún no parió 
mi ausencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario