Hasta dónde tendré que regresar para encontrar 
un corazón dormido. Gracias a ti que cuidaste 
mi jardín cuando era erial, gracias al horizonte 
que me dejó ver la luz de tantos cometas, de 
microscópicos ejércitos que pugnaban con el miedo. 
Hay gratitud en las caricias no anunciadas, 
en la risa y en la costumbre de ser algarabía 
en la media tarde, también en los ojos blancos del mar 
cuando la mirada vigila el romper de las náyades
sobre crestas de espuma inmaculada. Es un ramo 
de flor la vida, con sus hojas al viento y su color 
imperecedero. Si en la sombra tu cuerpo ha buscado 
el sabor de las esquinas y el orgulloso gesto de la 
hembra se ha posado en el asombro, recuerda que 
un don es el arbitrio de la noche, que las guirnaldas 
y los espejos buscan los azules del sueño para darte 
una verdad entre las saetas de un reloj fósil. Gracias 
por tu piel que nunca fue ambigua, gracias por lo que 
en su mudez calló el árbol de la genealogía imperfecta, 
gracias por los caminos que recorrí a solas bajo la lluvia, 
sintiendo la unicidad de mi yo. Y gracias por los errores 
que enseñorearon el crepúsculo cuando la avanzada edad 
trató de escribir un testamento en la niebla-como si unas 
huellas pudieran ser dibujadas tras el álgido devenir de la vida -.
 
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