Algo, un hilo quizá,
se rasga cuando el juego deja de ser príncipe
y un lastre invisible alcanza los misterios de la razón.
Es la presencia de un lobo que crecerá en tus entrañas,
una fiebre sin luz que teñirá tu piel de cansancio,
un filo que cortará las alas de la niñez
para que tus pies se peguen
a la oscura semilla de la responsabilidad,
a la incómoda canción de un futuro
que se dibuja en los ojos de un buitre altivo.
Aprende, pues, a morir cada día,
un poco cada día, no por ti o sí por ti,
porque en tu interior hay una llama de dignidad
de la que brotan flores calcinadas, sempiternas,
lúgubres; porque las auroras son de sangre
pero también de vida, porque no existe distancia
entre un corazón feliz y otro que lucha
contra los ángeles negros de la expiación.
Porque eres tú mismo quien sufre y quien ama,
quien ríe y quien se pliega bajo ese dolor
que siendo azar nos apunta.
Has llegado, por fin, a ser hombre.
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