Cuando el día cae dejan de volar las palomas.
Las ocho de la tarde
en este reloj que es mi corazón tranquilo
con esa mansedumbre de los horarios definidos,
la cotidianidad de los mismos rostros,
las mismas palabras, la ruta que solo espera
nuestros pasos de siempre.
Hay un ritual que nadie nombra
(acompasar los cuerpos, las pausas
en las que el silencio dormita,
las interrogaciones que maduraron
tras una mañana de clases y papeles mojados,
la madurez que se volverá confidencia
cuando la noche llegue)
porque lo sentimos pasajero,
un rayo que apenas alumbra
la rutina voraz de los lugares,
la alquimia de vencerse en los grumos del licor
o en la magia de una música que desnuda la luz,
el oro blanco de la ubicuidad.
Al fin, son los minutos el maquillaje perpetuo
con el que sentir la cercanía como una máscara
que nos desvela o nos rehuye.
Estás tú, para siempre un desafío
que me incita al suburbio del deseo,
la tentación de unas mallas oscuras
en la curvilínea insensatez de tus piernas,
la humedad que traspasa tu boca
y el nido alegre que se abre
como una ciudad sin patria.
¿Cuánto durará este cielo infantil
en el que la dicha son astros de colores,
cuánta demora sobrevivirá
hasta que pase el carro llameante
de la vida plena?
No hay comentarios:
Publicar un comentario