Este frío de incienso y musgo,
el silencio como una humedad de alfileres,
esa luz de cirios que mata la noche,
enfebrece el espíritu, recorre la melancolía
con espadas de sueño.
Pilares envejecidos, crucería en sombra,
un órgano de tubos dorados enhiesto en el adios,
y las capillas de atmosfera sempiterna,
vírgenes en arrebol, la sonrisa dulce de las monjas bajo la cofia,
una oración de humo que se eleva en espirales de amor.
El ábside y el cimborrio curvan su espalda,
en el altar, rosas y gladiolos,
un cáliz, la sábana de lino,
dos velas en candelero de plata.
Y la casulla inmaculada, y la voz perdida del oficiante,
las respuesta del coro y una paloma
cuyo dibujo aviva el rosetón en penumbra.
Yo rezo por quien no soy,
con mis labios de mármol,
con mi lengua escarlata,
con mi ansia de creer en esta luz
que, indulgentemente, me corona.
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