En los Olimpos
de la luz se derrite un óvulo primigenio,
redondez
clara, traslúcida quietud del magma umbilical.
Suda la núbil primavera en los jardines por nacer,
el cuervo
blanco vigila entre la sombra la unción de los equinoccios,
la vida se
vuelve vida al desdoblarse como en un juego de álgebras.
En el
cardumen del tiempo este niño aprende de
la luz, la memoria,
de los
himnos, el silencio, del sur, su querencia norte.
Ya lo sé mama: “pórtate bien, di que si a todo, intenta sobrevivir
en la
corriente del río como una hoja sin raíz”.
Primero ser
jauría- para ladrar, para morder en la médula,
para ser
dios y matar el ángulo inverso de la costumbre-
después
ladrón de besos en los sótanos, bajo la lluvia,
o en los
arquitrabes sombríos del crepúsculo, un nido.
Calla el
mar al verte, los cipreses son orondos, ahítos
de muerte,
las golondrinas llevan en sus picos espejos,
porque ansían
mostrar al mundo su locura.
Yo quiero vivir en una nube escarlata que atraviese el sol,
quiero ser
un Peter Pan anciano, sin Wendy, ni Campanilla,
en este país
de Nunca Jamás que ha estado aquí siempre,
quiero
serpentinas en las estatuas y farolillos en los árboles,
automóviles que den marcha atrás a los sueños, y rosas
de cristal
que se conviertan en ojos de cuarzo.
Es curioso
el enigma de la ciudad, la que vive en mí,
única,
ausente, irreal como un delirio que puedo tocar
con mis índices sin patria, que puedo sostener entre mis labios,
como un
ósculo que aprisionara la geometría de la luz.
¿Y ahora,
dime, qué ciudad es esta, que ni yo mismo conozco?
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