El gris es
un infinitivo entre la niebla,
pájaros
líquidos en un cielo de esponjas invertidas
-como en un
cenotafio de agua pura que goteara su sed
bajo el fulgor de la noche-.
Llegas,
puntual como un espejo, cuando mi sombra retrasa su ausencia,
carne que
levita sobre los ventanales grises, las piernas, dos tallos,
agujas
encendidas que coronan al viento sur
que,
levemente, traspasa tu piel.
Yo,
espectador nocturno, desconozco los artificios
que tu
cintura eleva sobre el río de la gente
que pasa,
pasa, en un magma de alientos,
en un calor
de bocas univocas
por la
calle central de una ciudad sin aceras.
Del roce
huyes como un palomo recién nacido,
tímida,
huidiza, intentas volar, intentas hablar
y, tan solo
imaginas, un idioma en las nubes
de sintaxis
azul.
¿Cuál es el
color de tus ojos, si hay algas detrás,
o un mar sin
brillo, o besos que la tierra lanza al iris,
sembrado de
raíz y pétalos caídos?
Las voces del
frío me confunden, y es que, en los intersticios,
oigo tus
pensamientos, como la bruja oye el latido de la nieve,
en qué
vestido naufragas, por dónde tus pechos
que, bravíos,
interrogan al
frenesí de los viandantes.
Tendrían
que existir guirnaldas y farolillos,
un haz como fosforescente candil a tu paso,
un crisol
que huyera contigo hacia lo oscuro,
un satélite
virgen que acompañara a la elipse
por donde
rotan tus pies sin alas,
el giro de
tus caderas en el carmín de los equinoccios.
Ya ves que
un segundo de ti equivale a la eternidad de mis sueños.
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