Silba,
silba, silba, la caléndula.
Qué racimo
de agua llora,
así la lágrima
en la escarpia del ventanal.
Óxido en la
raíz del farol, callan los búhos,
la madrugada
se extiende como un altiplano negro,
mi voz muda
tararea la caída de las hojas,
el músculo
de la lluvia golpea la testuz de los árboles,
abriles umbrosos
exclaman: ¡yo soy el silencio de la
primavera!
cuando se
yerguen hacia el cielo invicto las nubes,
cuando ya
no se doblan como agujas desinfladas,
como
espigas de hilos verdes, como pábilos de vela
que titilan
bajo la llama- esta cósmica lluvia guarda
en su latir
relámpagos de espuma-, solidarios
los tejados
ocres brillan en la oscuridad,
son resto
de naufragio o islas antiguas,
geométricas
como esclusas de canal.
Arrecia el
suave grito de los cúmulos, cántico insomne,
secreción
que destila su semen de líquida arrogancia.
Ah! qué pátina
me va calando, qué capa de aliento húmedo,
qué atroz
el lirio que crece tras la lluvia en mis hombros sin tierra.
Son mis
botas esquifes que navegan los espejos de una laguna,
¿sobre qué cristal
de fantasía camino, agitando mis alas?,
¿por qué no
me hundo en la piel, sin dureza, de los charcos?
No aprendí
a desnudarme, aunque las lágrimas de los ángeles me llamaran,
por eso soy
sequedad y aullido, soy polvo de arena a cubierto
de los ríos
celestes, de las borrascas y el restañar de las tormentas,
soy el
tallo que oculta al alacrán en el oasis que abriga la luz,
la flor que
se mantiene intacta bajo la locura de este aguacero
que no
cesa,
que no cesa,
que no
cesa.
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