sábado, 19 de marzo de 2022

Una isla en mi alma


Esta luz, el fulgor que la ciudad esconde
en su ventrículo impar.

Y yo que nací de la explosión del verde,
en una patria de agua,
bajo un hemisferio de árboles oscuros,
sin voz en mi rostro.

¿De qué huye el alma si no es de su noche?
¿Tal vez se exhibe igual que un alhelí fosforescente,
atrapada bajo el hormigón de los nuevos edificios
como sillar de luna, como olivo que en la testuz
del gran monstruo de cristal aún reivindica su raíz?

Hay soledad, sí, la sombra del ser cuaja en los charcos,
y yo la piso, frágil, porque avanzo sobre una piel
de calles de vidrio, de farolas apagadas en plena quietud,
de inviernos que gotean en las marquesinas
-no es invisible el escalofrío de los plásticos,
ni la góndola mojada, ni el panel que indica,
entre líneas, los destinos que brillan como fósforos
inmaduros ignorantes del por qué de su luz-.

Pliego mis párpados y son las voces del tránsito un coro de anáforas,
la noche reluce en esta vía de neones, bares de insomnio,
cines que anuncian lo que la vida le roba a la vida,
más allá, en el horizonte, un halo de luciérnagas,
serpiente de autos inmóviles, como puntos rojizos, azules
o de ámbar, prístinos, latiendo en hilos de minúsculas
luces, que observo junto al semáforo sin paz, con la sincronía
de sus tres colores, un ritmo de ángeles bajo la metálica razón
de los cables eléctricos.

Llevo tres días de ficción detrás de lámparas que irritan mis ojos,
llevo un almanaque de cifras antiguas que fui tachando
con matemática fe, ahora las vaguadas y los bulevares,
las plazas y sus próceres, los estadios que gritan,
los eventos desnudos, los naranjos marchitos,
el impudor, la nostalgia, el viento norte,
son la memoria.

Todo se mixtura y yo siento cómo crece una isla en mi alma,
una pequeña isla, apenas un volcán virgen, un oasis de lava
dulce donde poder refugiarme, como un náufrago feliz.

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