jueves, 21 de octubre de 2021

Visiones

Solo existo en la cueva de mi nombre.

Un ángel acampa en la hermosura,
blanco como un alfil,
etéreo como nube de tiza,
frágil en su esqueleto de amapola,
sin espinas, lejana luz.

Un día de lluvia en el espejo,
una raíz insomne que hereda la flor de la abundancia,
los eclipses que invocan alfombras tricolores
en el poniente de tu rostro.

Me acuerdo del carmesí en la lengua bífida
que, lentamente, exhibías bajo el arrebol de un panel cristalino.

Heredabas las calles,
solo tuyas,
en los bolsillos un racimo de acacias,
en tu frente el almíbar del sol cayendo
como una lava de miel
o un hilo de ámbar
hasta la hombría de los perros azules.

Escuché la voz de los dinosaurios en el estanque,
naumaquia de los trirremes incendiados,
ladridos sin eco, crisol de aventuras en un mar de antaño.

Y los dioses en cromos que dejan mariposas en la nieve de los días,
una curva insolente, un desliz de versos inútiles.

Hay tantas cosas que tienen alas,
en los colores del pájaro un sinfín de primaveras,
ya la lluvia es un crespón de agua en las cornisas,
un frio breve de tarde ártica
se posa en mis uñas,
de perfectos hemisferios
bajo la cruz de la intemperie.

En el viaje de vivir los secretos son balsa a la deriva,
hacia el ojo que engulle las horas sin reloj,
el fluido incapaz que se asoma al páramo con astros sin vigor,
velas cuyo pábilo tose naranjas de vida en mi corazón resquebrajado.

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