Ahora comprendo que, una vez, vi la calavera.
Entre las rocas, la testuz de las rocas, casi un naufragio,
vi la calavera. Yo tenía un amigo de piel extraña,
sus colmillos reían, nunca blancos, alegres
como el viento que agita los páramos.
La edad es así, elige sus castillos de aire,
invita a las brujas de la candidez, escucha, sin querer,
el murmullo del silbo que la serpiente arroja.
Escribí un diario de letras azules donde nada era yo,
en él los espectros campaban libres entre la locura y el dolor,
entre los días y la muerte de los días. Vi en los lugares perdidos
de una carpeta escolar los símbolos de la lujuria, quise-por cobardía-
cubrirlos de besos que lloraran ante las faldas abiertas.
Jamás entendí el estupor de los ojos neutros, cuando se aproxima el misterio
fingen como pájaros ausentes, toman el café en los bares
sin luz, se excitan con la anécdota de un lugar
poblado por trenes que se alejan, alejan. Ya sé que la nieve
no crece en la raíz del amor, son islas los episodios compartidos
que añoran su vergel y los minutos del tiempo varado.
Escribo este poema que se inmola como una llama de hielo,
subir o bajar, regresar u olvidar son nubes que cruzan
el espacio invisible de los átomos. Veo en el cielo las perseidas,
en mi vientre el ínfimo alud, el efluvio estéril de los años baldíos.
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