Las palabras hechizan el humo invisible del silencio.
Son un ácido en el corazón del ser, la brújula
que invierte los nombres, el perfume que brota
en la piel como un silogismo. Hablé con el verbo
simple de la cercanía-había códigos, costumbre,
educación y temor-sobre los libros que, quizá,
una vez leíste o de los viajes que soñé por ti
en las aceras tan perfectamente gastadas
por el sol del verano. Abusé de un énfasis sin eco
al poblar la hora del encuentro, en aquel tren de goznes rígidos,
cuya música se confundía con el frenesí de los árboles.
¿Y qué dije, sino septiembre, al sentir tu murmullo de hojarasca?
Ya no hay respuestas bajo los soliloquios insomnes,
te irás hacia las orillas que saludan sin querer,
en el ataúd del olvido surge un rostro tan parecido al tuyo
como se parece el mar a su ola ciega.
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