Un símbolo no es nada más que un símbolo.
Antes la unión de los vientres,
el verbo similar como un arco iris en la vísceras,
el caudal de un río sin orillas,
los espejos y la luz
bajo cualquier rincón oscuro.
En tu falange el oro del aire,
en la mía tu verdad oronda de muescas invisibles.
Escrito está en la piel el círculo de los amantes
-años, nombres, virtud y silencio-
sobre el anular la llaga del oro,
incontables enigmas en un cilindro de cartílagos viejos.
En los días de la canícula
desnudo el mástil de las extremidades,
entonces miro la huella blanca
que ha dejado el aro fulgente donde las palomas ya no anidan.
Y pienso en la hondonada y su periferia,
en el cosmos de un compromiso voraz
que aún resiste al vendaval y a la extrañeza
de ese embate sin piedad,
de esa sinrazón inútil
que es la vida.
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