Así es el ala que se pliega sin dolor.
Lento el viaje, la lágrima,
el festivo ámbar de la niñez.
Omnímoda la luz de julio
cuando ejercen de sol los miembros
y la caricia es un desafío o un éxtasis.
El arco en llamas,
la deidad de un dios tan próximo
como el relumbrar de la piel incendiada.
No hay alguaciles para la infancia rota
ni nubes grises para la raíz
que arremete altiva
contra la pasividad del tiempo.
Solo un olimpo
donde duermen las margaritas invencibles
-aquel verano suave, fértil, un desliz en el labio,
igual que derretirse el color
de un helado interminable
en la boca soldada de nuestro aliento-.
Se rompen las cadenas
cuando vibra la longitud ambivalente
de la armonía táctil.
Allí, en el país que no conocimos
o en la lúgubre habitación hastiada de deseos,
en los viajes opuestos a la luz,
en las ramas que el viento posa
después del delirio,
quizá en los rombos que se entrelazan
como murciégalos dormidos
antes de llorar en las vigas unísonas
de nuestro despertar,
se encuentra el silencio manso del placer.
Al fin crece este reguero de sílabas sin paz,
para que mi nombre se suicide
bajo el pábilo de un poema,
entre las costuras de una pubertad eterna
- casi despiadada-
en el refugio que ha dejado ya de ser enigma.
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