domingo, 7 de mayo de 2017
Drácula espera a sus verdugos
Ninguna de ellas me ha dado las gracias por la inmortalidad.
¿Qué importa el surco suave en un cuello virgen
si en el brote de la sangre un manantial de vida crece?
Perseguí el elixir en las caras febriles de la juventud
como una aventura invoqué al ciervo blanco
que abre las puertas del infortunio.
Dejé como cadáveres hambrientos a las ninfas de la sed
-todas ellas vigorosas y dulces, neutras y dóciles-
sin esperar más que la demora
en los ojos que sufren.
Quería un coro que cantara a la muerte y a la vez a la vida,
voces tenues, hembras sin vestidos
entre candelabros heroicos, un desorden
donde se dibujara la iconografía de los satélites,
su resplandor en el ocaso
de las infinitas noches sin luna.
Todos mis latidos ignoran el misterio de la luz,
yo me entrego a la magia y al sacrificio de un dios antiguo,
sé que fluye en mí una crueldad ciega
desde la inocencia hasta la voz
que madura el destino en episodios sempiternos
de ambición y crepúsculo.
Aquí está mi pecho rojo
donde late la verdad de lo perpetuo,
anclaros a vuestra esencia sin esperanza,
dueños de un tiempo de podredumbre
que ya os devora.
Chillan los murciélagos mi fin,
baten sus alas negras hacia un cielo estéril
donde ya no existe la eternidad de mi abrazo,
el amoroso perfil
de un colmillo sin alma.
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