La ciudad es un relámpago que huye,
en sus fachadas, en sus ríos y puentes,
en las plazas y los suburbios,
en los tejados en solaz,
acogido por cualquier esquina
que no me reconoce,
ajeno a las palabras y su estrategia
-el idioma era la nube, solo los cuerpos tenían labios y dulzor-
persiguiendo veranos en copas oscuras,
una sincronía
quizá de almas que empiezan a crecer
me acoge.
Escribía el mundo soliloquios blancos,
la risa se acostumbraba a ser vestido
y tu nombre caía en lazos de espuma
formando arias
o azules
en la humedad del silencio.
¡Qué fácil compartir el estupor de los días nuevos
cuando no existía la costumbre
y todo era semilla al sol de un despertar virgen!
Ya no pienso en ti,
pienso en la locura de los relojes
que estallan ausentes del simulacro
como serpentinas en un horizonte que se dobla y se extingue
antes de ver la luz.
No somos más que tiempo que desnuda la clepsidra,
su transparencia no es cruel,
se desplaza sutil como un caracol enfermo,
arrastra en su caparazón las horas ambiguas que vivimos
y esas otras que no fueron canción,
solo un rastro triste
después de una ceremonia
sin color.
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