viernes, 1 de enero de 2016

Marte, el dios amado



El hijo de la flor quiere ser guerrero, su estratagema
es la sabiduría del titan, su aprendizaje la esgrima del
deseo, la furia recóndita. Cualquiera puede desafiar
a un padre, sentir que la piel blanca de la lascivia se
muestra en los perfiles del mármol, aullar junto a la
palidez con ascuas de infierno. Es un augurio sentir
la fragua dibujar su prisión, porque la herencia del
Olimpo exige secuaces, no príncipes o altivas águilas
que sobrevuelen los desafíos. Un guerrero admite
la virtud de la piedra, es generoso y noble como
el alevín de un dios, quizá no mida su elocuencia
y en sus manos la justicia rompa los cántaros de
la luz, el episodio triste de la sangre. Al final, una
guerra es como cualquier otra guerra, el espíritu
del sueño crece en la gloria del combate hasta ser
imagen de pueblos, iconografía de hombres, la
hermafrodita sed de los conquistadores. Hoy quiero
concebir su pluma de plata, su escudo de bronce
y la sonrisa alada de un presente fértil. Alguien
habló de lobas sin patria. Yo digo que su lucidez
es el estigma del hoy, la flecha que apunta al futuro
con la ponzoña del amor.




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