La noche es una gota que se detiene.
El cadáver de este edificio
al que llaman Catedral
no escribe en las nubes ninguna historia,
ningún deseo.
Al filo la música
es el orgullo o el imán
que gira en el silencio.
Cada paso mata el amarillo de las losas,
el suburbial encanto de la inquietud.
Vomitan los caballos de las fuentes
su memoria líquida
bajo la luna abstracta.
En mi estómago el licor imagina su cénit,
su Olimpo frágil.
¿Es julio en los dedos
o un calor sin palpito
enciende mi asombro?
Aunque no quiera los cisnes azules me acompañan
-no hay laguna ni nenúfares, ni peces dorados
ni brillos nocturnos-.
El letrero se agita
con el círculo de los murciélagos,
la semántica es un sol que aguarda sostenido
sobre las mesas del desahucio.
Hablamos de versos sin papel,
de esgrimas que adoran el rubor de los labios.
Nada existe más allá de un soliloquio
que se cansa de recitar la noche,
el alegre souvenir de las palabras sin destino
que nunca fueron énfasis inmortal
de príncipes.
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