Así tiembla la fibra que en el interior brota
de la mirada como un prodigio imposible de adivinar.
Su rayo certero se hunde en la raíz del alma
con la eficacia de un bisturí, sacia el color,
encumbra la música, es una imagen que estalla en el corazón
igual que el trueno cuando asola la quietud de la noche.
Convierte los segundos en efluvio de eternidad
si los ojos no consiguen apartarse de la desnudez
que se muestra indócil al núcleo sensible de lo humano,
y llega la lágrima porque el sentimiento de no poseer
indefinidamente la armonía, las proporciones, las formas,
los arpegios de un ideal es causa de un dolor íntimo.
O viene la dicha con su canto efímero de éxtasis
que reposa en el nido de la mirada,
en el placer que llega al oído desde la música como un don de ángeles,
en la naturaleza de la que nace el asombro,
en la perfección de los cuerpos que aún son jóvenes.
En tu mundo que no se muestra, se intuye en la palabra,
en el amor, en la bondad que es perenne en ti
como un árbol de oro que brilla bajo un océano que nadie surca.
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