Este es mi nido de cristal y luna donde riela la noche
y en los ojos baila el arlequín la danza festiva de los sueños.
Sin sonidos, como en una pecera sin peces, el sol de abril
dibuja en los espejos rayos de claridad insomne
mientras duerme la luz artificial en la corona de la lámpara
con su radiante lluvia que caerá en rocío
sobre el mar de caoba que sostiene la piel omnímoda del suelo.
Tapiz que se enhebra como teselas de un mosaico
donde rumian mis pies desnudos la melancolía de las tardes.
Vuela el insecto en ondas, en círculos, desconoce en qué ruta
hallará el azúcar del tedio al final de sus tres días de vida,
mientras yo con solo una mitad de mí reflejada en la faz del espejo,
quieto como un dosel, delgado como un pedestal de carne joven
ignoro aún que en el futuro volveré a este mismo espejo
para ver la cada vez menos longitudinal estatura
de mi cuerpo, aparentemente enhiesta, pero no, al contrario,
aproximándose a la caída, sin alas, sin el vuelo de la ilusión
como un cenit, sin la luz de la gran ciudad iluminando los autobuses rojos,
las aceras solitarias, el etéreo bulevar donde ya no crecen los plátanos,
los semáforos con sus ojos tricolores que parpadean como niños
ante el asombro de un regalo-la ilusión de las navidades infantiles-
desde la cama a la que no llegará tu nombre,
desde la luna del armario, húmeda igual que una boca ávida de amor,
desde el crepitar del parqué, música fiel a mi estrecho confín;
y tus golpes tímidos en la puerta, los libros escondiéndose de la luz
y una cómoda sin ángulos, roma como el pulido mango de una pluma
con la que escribo estos versos que invitan al silencio
cautivos de esta tinta gris-azul tan semejante a un cielo triste.
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